Cuando comenzamos una relación, sea de amistad o de pareja, la intención en ambas partes es la de disfrutar la convivencia juntos, compartir momentos, objetivos, fortalecer un lazo afectivo y sumar esfuerzos, que permitan el crecimiento y mejora de los dos. Sin embargo, a veces no resulta como deseamos, pues lo que sucede ahora en la vida adulta, tiene mucho que ver con lo que ocurrió en los primeros años de vida.
Mucho de lo que somos, la forma de percibir, de interactuar, de ser, es aprendido. Las satisfacciones, alegrías o las heridas de la infancia, van esculpiendo los moldes de lo que será después.
Para entender nuestra forma de socializar o establecer lazos importantes de nuestra vida, vale la pena revisar lo que dicen los investigadores de la psicología, especialmente en la teoría que trata sobre el origen de los moldes para las relaciones interpersonales.
La Teoría del Apego nos ofrece una explicación de cómo nuestra forma de relacionarnos es el resultado de una experiencia temprana en la manera de vincularnos con las primeras personas que conocimos después de nacer, y al ir creciendo. Nuestra primera relación en la vida es simbiótica, la cual va tomando forma de manera distinta, según el desarrollo psicológico que vaya teniendo. Esa relación se llama “apego”.
El apego es necesario en el proceso de maduración psicológica, a través de él, es posible lograr un estado seguro del individuo o darse cuenta de la sana inclinación para socializar y establecer lazos de afecto, todo depende de la edad de la persona, pues se manifiesta en diversas etapas, por lo que el comportamiento esperado ha de ser de acuerdo con la fase de su desarrollo.
La dinámica que se forma entre el niño y sus padres, o cuidadores, repercute de una manera determinante en la forma en que se ha de relacionar con los demás en su vida adulta, es como elaborar un molde, en el que se han de ajustar sus futuros vínculos.
El grado de seguridad que el niño siente antes de cumplir su primer año de vida, depende en gran medida, de lo que sucede a su alrededor, de las circunstancias que han predominado durante su crecimiento, es decir, de la disposición que los padres han mostrado en su cuidado y protección, en su constancia para responder a las necesidades del pequeño, tanto en el ámbito físico como en el afectivo. La consistencia en la manera de interactuar con su hijo contribuye en la formación de una estructura interna, de un molde…
Es necesario relacionarse.
Ciertamente, como individuos, somos diferentes, no solo por las características y rasgos físicos que nos hacen singulares, también por nuestra forma de sentir, de pensar, de percibir el mundo que nos rodea. Y, de un modo increíble, simultáneamente somos iguales, todos deseamos sentirnos valiosos, útiles, reconocidos, importantes, que formamos parte de un grupo, aceptados y amados.
Justamente lo que nos hace iguales, es el deseo de sentirnos amados el que nos lleva a buscarnos, a interesarnos en los demás, intentar superar las diferencias, y buscar las mejores alternativas para mejorar el afecto que se va logrando…
Necesitamos relacionarnos, porque a través de los lazos, somos más fuertes, podemos disfrutar la vida, y hacer frente a los desafíos con mejores posibilidades de salir adelante, y es a través de los demás, como podemos descubrirnos y afirmarnos a nosotros mismos.
Para comenzar una relación, cada uno requerimos satisfacer algo que deseamos, los deseos son el eco de las necesidades que tenemos… Hay quien se conforma con un poco de atención, o bien, el sentirse acompañado, pues su necesidad es evitar la soledad, por otro lado, hay quien no se conforma con lo que es el “mínimo necesario” para otros, lo quiere todo, tiempo, espacio, cuerpo, devoción, entrega total, su hambre social o afectiva lo hace absorbente. Ambas posturas parecen tener un buen comienzo en una relación, pero tiene grandes probabilidades de toxicidad, solo es cuestión de tiempo y de abandonarse a los impulsos.
Julissa Reynoso, Psicóloga y Consejera Bíblica Familiar
Contenido cortesía de Vivenciar.net
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